Nunca lo mires.
Al final del vídeo el doctor trata de enfocar lo que tiene delante con su cámara oculta. Se trata de un ser humano muerto. Después de veintitantas semanas de gestación, alguien había acabado con su vida, lo había arrancado de las entrañas de su madre y lo había depositado allí, sobre unas gasas o toallas, antes de tirarlo a la basura, o puede que a la trituradora. Luego se oye la voz de la doctora que, seguramente, ha dirigido la valiente y heroica operación: "Pero ¿qué haces? ¿lo estás mirando? ¡No se te ocurra hacerlo! Yo nunca los miro …".
Aquella tarde de principios de Julio de 1996 estaba lloviendo. Yo estaba sentado, solo, en la mesa del comedor. Había más gente en casa, mucha más, pero reinaba un silencio digno de un desierto. La lluvia era cada vez más fuerte y yo no podía parar de llorar, como si me hubiera propuesto imitar burdamente a los elementos. Sólo hacía unos días que el ginecólogo nos había dicho que el corazón de los gemelos ya no latía. A mi mujer la ingresaron en el hospital y la provocaron un parto ya imposible. Y nuestros dos hijos nacieron muertos, y los colocaron en unas bandejitas, y nos preguntaron qué queríamos hacer con ellos. Dieciséis semanas de gestación, eso era todo, y aún así los miré. Estuve mucho tiempo mirándolos. Eran dos cuerpos masculinos completamente formados, de una hermosura incalificable. Aunque eran gemelos, sus caras era diferentes: uno era más alto y de expresión apacible, el otro, de menos estatura, parecía uno de esos zascandiles que no se puede estar quieto nunca. Mi mujer también los miró. Mis otros hijos también los miraron, pues querían conocer a sus hermanitos pequeños que ahora ya estaban en el cielo. Un buen sacerdote los bendijo, aunque me advirtió que la bendición más importante es la de los padres, y les dio cristiana sepultura. A veces solemos ir a pasear al cementerio a llevarles flores, y alguna que otra oración.
Hace poco recibí uno de esos correos que contienen una presentación de Powerpoint con bonitas fotos y frases alentadoras. Una de ellas me llamó la atención, decía así: "He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre". Es cierto, pensé. Pero yo también he aprendido que cuando te atreves a mirar a un hijo pequeño que nunca llegó a ver la luz, ese niño jamás se apartará de tu corazón.
Aquella tarde, ya lo he dicho, llovía, y desde aquella tarde no he vuelto a llorar. Y cada vez que oigo o leo algo sobre el aborto, no puedo evitarlo, me quedo callado, casi paralizado, viendo la imagen de mis hijos muertos, depositados sobre aquella bandejita. Así que, amigo lector, mi aportación a este debate es muy pobre. No me atrevo a alzar la voz para pedir que cambien la ley, o que actúen las autoridades, o que metan a nadie en la cárcel, sólo acierto a balbucir una oración para pedir al Señor que tenga misericordia de todos nosotros, de este mundo que se ha vuelto loco. A veces me imagino enfrente de una de estas pobres desgraciadas y me invade la ilusión de que alguien me concede un par de minutos antes del asesinato. Si fuera así, sólo les diría: cuando todo acabe, no lo mires. No cometas nunca ese error. Porque si lo haces, corres el peligro de sentir un amor que nunca antes habías sentido, que ni siquiera sospechabas que existiera: un amor infinito hacia tu pequeño hijo muerto. El mismo que el Padre, que lo acaba de acoger en su seno, siente por ti.
Artículo de Epifanio Gallo en Debate 21.
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