Conciencia anestesiada.
por Dánel Arzamendi.
La secuencia de detenciones practicadas entre el personal de diversas clínicas abortistas de Barcelona y Madrid ha devuelto a la palestra la regulación vigente en España de acuerdo con la eufemística ley de interrupción del embarazo. El auténtico coladero que la introducción de la causa psicológica iba a suponer en este asunto era un secreto a voces que hasta los mayores defensores de esta norma reconocían en privado. Parece evidente que nos encontramos ante la punta de un iceberg, tolerado o incluso promovido por aquellos responsables que se han dedicado a hacer la vista gorda durante los últimos años. Porque no me vale el autobombo de algunas autoridades al señalar que esta investigación demuestra el interés del aparato público por hacer cumplir la ley, desde el mismo momento en que estas informaciones ya se habían difundido en diversos países europeos por televisión hacía meses, y que la incitación de estas actuaciones se ha debido a una denuncia privada, no a la actuación de oficio de los aparatos jurisdiccionales y policiales, como debía haber ocurrido.
Puedo intentar comprender a quien defienda la necesidad de despenalizar algunos supuestos en aras de un supuesto mal menor, aunque no lo comparta en absoluto. Lo que no me cabe en la cabeza es la falta de entrañas demostrada por algunos a raíz de este escabroso episodio, anulando su sentido humanitario más básico al poner por delante la ideología y el afán de lucro como únicos referentes de su insensible discurso. Sólo desde esta perspectiva se entiende la corporativista reacción del colectivo de clínicas abortivas, preocupadas exclusivamente por hacer caja, aunque era yo el que pecaba de ingenuo al esperar otra contestación de semejante sector.
Aún más me impresionó la entrevista concedida a la SER por la portavoz de una asociación feminista de la ciudad condal, en la que sostenía que el proceso abierto contra estos centros estaba siendo sobredimensionado, y que todo este asunto no era más que una campaña de la ultradopiserecha. Mientras esta representante defendía la despenalización total del aborto, el entrevistador sugirió la necesidad de establecer unos plazos para su ejercicio, recibiendo como contestación que vale, que quizás habría que transigir con ello, dejando entrever que si de ella dependiera no debería establecerse impedimento alguno. Es decir: le traía sin cuidado.
¿Qué inmundicia ética recorre las entrañas de una persona para que le traiga al pairo que se mate a un feto de siete u ocho meses, perfectamente viable si decidimos ponerlo en una incubadora en vez de desmembrarlo en una trituradora para arrojarlo por el desagüe? No nos encontramos ante un simple caso de aborto ilegal, sino ante un auténtico infanticidio en masa.
Siempre me ha llamado la atención cómo las civilizaciones teóricamente más adelantadas de cada época han padecido alguna incomprensible laguna ética, opaca a la sensibilidad que caracterizaba a sus ciudadanos, sedados por una especie de anestesia local moral, compatible con un tratamiento humanamente notable en el resto de cuestiones que se les planteaban. Durante la época romana, los autores de las bases jurídicas que fundamentan nuestras actuales legislaciones toleraban sin inmutarse unos espectáculos públicos que hoy nos horrorizarían.
Las potencias europeas combinaron incoherentemente sus esfuerzos en defensa de los derechos y libertades con abusos incontables en sus colonias. Caso paradigmático es el de la avanzadísima Alemania de los años 30 y 40, cuya población convivió mayoritariamente con el brutal antisemitismo nazi mirando para otro lado en el mejor de los casos. Puede que dentro de unas décadas, espero que pocas, nuestros nietos nos pregunten qué hacíamos mientras millones de fetos eran exterminados en clínicas como las que ahora están siendo investigadas, entre la aprobación expresa de unos y el silencio cómplice de otros. ¿Qué les responderemos?
La secuencia de detenciones practicadas entre el personal de diversas clínicas abortistas de Barcelona y Madrid ha devuelto a la palestra la regulación vigente en España de acuerdo con la eufemística ley de interrupción del embarazo. El auténtico coladero que la introducción de la causa psicológica iba a suponer en este asunto era un secreto a voces que hasta los mayores defensores de esta norma reconocían en privado. Parece evidente que nos encontramos ante la punta de un iceberg, tolerado o incluso promovido por aquellos responsables que se han dedicado a hacer la vista gorda durante los últimos años. Porque no me vale el autobombo de algunas autoridades al señalar que esta investigación demuestra el interés del aparato público por hacer cumplir la ley, desde el mismo momento en que estas informaciones ya se habían difundido en diversos países europeos por televisión hacía meses, y que la incitación de estas actuaciones se ha debido a una denuncia privada, no a la actuación de oficio de los aparatos jurisdiccionales y policiales, como debía haber ocurrido.
Puedo intentar comprender a quien defienda la necesidad de despenalizar algunos supuestos en aras de un supuesto mal menor, aunque no lo comparta en absoluto. Lo que no me cabe en la cabeza es la falta de entrañas demostrada por algunos a raíz de este escabroso episodio, anulando su sentido humanitario más básico al poner por delante la ideología y el afán de lucro como únicos referentes de su insensible discurso. Sólo desde esta perspectiva se entiende la corporativista reacción del colectivo de clínicas abortivas, preocupadas exclusivamente por hacer caja, aunque era yo el que pecaba de ingenuo al esperar otra contestación de semejante sector.
Aún más me impresionó la entrevista concedida a la SER por la portavoz de una asociación feminista de la ciudad condal, en la que sostenía que el proceso abierto contra estos centros estaba siendo sobredimensionado, y que todo este asunto no era más que una campaña de la ultradopiserecha. Mientras esta representante defendía la despenalización total del aborto, el entrevistador sugirió la necesidad de establecer unos plazos para su ejercicio, recibiendo como contestación que vale, que quizás habría que transigir con ello, dejando entrever que si de ella dependiera no debería establecerse impedimento alguno. Es decir: le traía sin cuidado.
¿Qué inmundicia ética recorre las entrañas de una persona para que le traiga al pairo que se mate a un feto de siete u ocho meses, perfectamente viable si decidimos ponerlo en una incubadora en vez de desmembrarlo en una trituradora para arrojarlo por el desagüe? No nos encontramos ante un simple caso de aborto ilegal, sino ante un auténtico infanticidio en masa.
Siempre me ha llamado la atención cómo las civilizaciones teóricamente más adelantadas de cada época han padecido alguna incomprensible laguna ética, opaca a la sensibilidad que caracterizaba a sus ciudadanos, sedados por una especie de anestesia local moral, compatible con un tratamiento humanamente notable en el resto de cuestiones que se les planteaban. Durante la época romana, los autores de las bases jurídicas que fundamentan nuestras actuales legislaciones toleraban sin inmutarse unos espectáculos públicos que hoy nos horrorizarían.
Las potencias europeas combinaron incoherentemente sus esfuerzos en defensa de los derechos y libertades con abusos incontables en sus colonias. Caso paradigmático es el de la avanzadísima Alemania de los años 30 y 40, cuya población convivió mayoritariamente con el brutal antisemitismo nazi mirando para otro lado en el mejor de los casos. Puede que dentro de unas décadas, espero que pocas, nuestros nietos nos pregunten qué hacíamos mientras millones de fetos eran exterminados en clínicas como las que ahora están siendo investigadas, entre la aprobación expresa de unos y el silencio cómplice de otros. ¿Qué les responderemos?
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