Campanas de Libertad

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25 abril 2008

El mejor bienestar para los niños: la familia.

¿Queremos buenos ciudadanos? Cuidemos a la familia, prevención de las peores amenazas a los pequeños.

Todos los adultos hemos pasado en una etapa de nuestra existencia por la de la niñez. En ella jugamos, reímos, aprendimos, lloramos... Son pocos los que al poner la mirada atrás, no echan de menos aquel periodo de la propia existencia en el que muy a pesar de las muchas adversidades y estrecheces de la vida jamás dejamos de soñar. Hoy por hoy sigue siendo motivo de desaprobación la esclavitud a la que son sometidos millones de niños en el mundo (sexual, laboral, bélica, etc.).

Hoy por hoy seguimos rechazando el daño físico y moral a los niños en cualquier ambiente en el que se encuentren.

Hoy por hoy continuamos conmoviéndonos con los casos de infantes que mueren de hambre, son explotados, vejados, viven en el abandono o carecen de padres.

Sí, el corazón humano no permanece indiferente ante las atrocidades que contra los niños se cometen.
En febrero de 1990 la Organización de las Naciones Unidas regaló al mundo la Convención de los derechos del Niño, un documento que repasaba sucintamente los derechos de los niños de todas partes del mundo y que logró amplia acogida en todos los hombres y mujeres de buena voluntad de los distintos países, credos, ideologías políticas, culturas e idiomas.

¿Qué hizo que ese documento tuviese ese recibimiento? El constatar las muchas injusticias a las que eran sometidos los niños; la conciencia que les decía que el mal no podía seguir así y el desear, buscar, promover e instituir el mismo bienestar en el que vivían muchos otros niños en el mundo. A 18 años de la aparición de dicho documento no se puede ocultar el gran bien que le ha seguido. Ciertamente, aunque ni la violencia y la explotación infantil han desaparecido del todo, sí se ha logrado mitigar en algunas zonas su crecimiento. Pero al repasar la panorámica moral mundial, parece justo y necesario recordar y tener muy presente un punto en el que se ha trabajado poco institucionalmente y que más bien parece descuidado por la mayor parte de los Estados: el tema de la familia como primer grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y bienestar de todos sus miembros, en particular de los niños.

Feminidad y masculinidad, vía maternidad y paternidad Siendo la familia el primer lugar donde se aprenden las nociones del mal y del bien, el niño tiene derecho a una madre y a un padre que, unidos, le transmitan esas nociones en la armonía de un hogar. La madre le concede algunos de los rasgos propios de su sensibilidad femenina con ese matiz propio que enriquece su afectividad, apertura al otro, generosidad e interés por los demás. El padre concede al hijo algunas de las características propias de su ser varón como la sana autonomía e independencia, la fortaleza psicológica y la madurez temperamental. ¿Parece una actitud benéfica promover acciones jurídicas que lesionen ese derecho del niño a nacer, crecer y desarrollarse en ese ambiente familiar? No, todo apunta a lo contario. Pues eso sucede cuando se aceptan iniciativas como la aprobación de “matrimonios” homosexuales (con la consiguiente pretensión de adopción), el divorcio, la unión libre o, incluso, el aborto. Esto no es un ir en contra del progreso sino estar a favor de él favoreciendo las condiciones de ese primer lugar donde se toma vuelo para seguir progresando: la familia natural constituida por un hombre y una mujer. ¿Qué prefieren los niños?

Podemos apelar a la propia experiencia: si tuviésemos la oportunidad de elegir a nuestros padres, ¿quién desearía unos padres divorciados, dos “papás” o dos mamás”, o no saber quién es nuestro padre?

Si queremos de verdad el bien de los niños, si realmente queremos su bienestar, debemos enfocar nuestros esfuerzos a cuidar y defender la familia. En ella se aprenderán otros valores como la responsabilidad, la fidelidad y la perseverancia que lograrán posteriormente que haya menos familias desunidas, que se sea fiel al esposo/a y continúen unidos hasta el final.

Sucedió en un país de Europa. Un niño de 5 años comenzó a manifestar gestos de insuficiencia académica y depresión repentinamente. Al ser atendido por la psicóloga del colegio se descubrió el porqué. Todos sus amigos hablaban de cómo mamá les levantaba, peinaba, preparaba el desayuno y les llevaba a la escuela. Pese a su corta edad, sabía que todos los seres humanos tenemos una mamá pero, raramente él, tenía dos papás… La rica complementariedad que en la unidad dan unos padres a sus hijos es la mayor fuente de bienestar. ¿Queremos buenos ciudadanos? Cuidemos a la familia, ahí está la clave que, además, logrará que todas las demás pestes que amenazan a tantos niños en el mundo disminuya radicalmente. La fuente del mejor bienestar para los niños es la familia.

23 abril 2008

FE

17 abril 2008

La Iglesia ayuda a los más necesitados.

La Iglesia está presente en los acontecimientos más importantes de la vida, acompañando a las personas que se acercan a Dios en los momentos más importantes de la existencia humana: en los felices (matrimonio, bautismo, confirmación) y también en los dolorosos (pecado, enfermedad, muerte). Por la Iglesia, el Dios del Amor, visible en Jesucristo, se acerca a cada uno para darle sentido y esperanza.

La Iglesia, como Pueblo de Dios, brinda a la sociedad valores permanentes que nos ayudan a crecer como personas y mejoran la convivencia entre los hombres: fe, defensa de los derechos humanos, fraternidad, dignidad de la persona, solidaridad, perdón, superación, esfuerzo, etc.

La Iglesia ayuda a los más necesitados de la sociedad: sin techo, familias rotas y desestructuradas, inmigrantes, ancianos, enfermos, etc.

Estas actividades son realizadas en su mayoría por personas que entregan su vida a los demás. Los sacerdotes y los agentes de pastoral, que están al servicio de la comunidad cristiana, desempeñan, una labor discreta y muchas veces ignorada que construye el bien común de la sociedad.

http://www.portantos.com/

04 abril 2008

La verdad más incómoda.

«Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos y no quiere consolarse, porque ya no existen». Las lágrimas de Raquel colmarían hoy un océano: la profecía de Jeremías evocada por el evangelista se ha hecho hoy realidad abismal y abrumadora. Herodes mataba niños arrastrado por un rapto repentino de cólera; hoy los masacramos con quirúrgica e industrial eficiencia. Los matamos por cientos, por miles, por millones, en una guerra declarada y sistemática a la infancia sin precedentes en la historia humana; los matamos, además, invocando sarcásticamente un sedicente «derecho a decidir». ¿A decidir sobre qué? Un niño gestante no es una verruga o un padrastro que podamos extirpar discrecionalmente; un niño gestante tiene un derecho inalienable a la vida que nadie puede arrogarse, ni siquiera la madre en cuyo seno se aloja. No es este un derecho que se derive de tales o cuales creencias religiosas; es un derecho primario que nace de la solidaridad natural de la especie humana. Cuando ese derecho deja de ser reconocido, podemos afirmar sin hipérbole que nuestra especie ha dejado de ser humana.

Ocurre, paradójicamente, que este derecho primordial es conculcado cuando más se habla de los «derechos de los niños». Ocurre -y aquí la paradoja adquiere dimensiones sobrecogedoras- que quienes más se llenan la boca invocando ad nauseam tales derechos son los mismos que amparan, legitiman y sufragan este crimen contra la infancia. Esta paradoja nos confronta con una enfermedad del espíritu que tiene su raíz en aquel ofuscamiento de la conciencia moral, muy propio de nuestra época, que ya denunciara Isaías: «¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!». Un ofuscamiento de la conciencia moral que empieza en la desnaturalización de las palabras, para terminar en la desnaturalización del alma: cuando el crimen del aborto es transmutado en un sedicente «derecho a decidir» para anteponer un interés personal sobre un derecho primario e inalienable, cuando se hace un mal para lograr un bien egoísta, se acaba pagando una factura costosísima.

Chesterton nos lo recuerda, poniendo como ejemplo a Macbeth, que pensó que asesinando al durmiente Duncan ya no hallaría obstáculo alguno que le permitiera ceñirse la corona de Escocia. Sin embargo, las consecuencias de ese crimen acabarían siendo insoportables. Chesterton nos enseña que la vida humana es una unidad; y que el ser humano acaba pagando siempre por las consecuencias de sus actos. No se puede hacer una locura con la idea de alcanzar la cordura; haciendo un mal, el hombre nunca podrá alcanzar un bien. El aborto se presenta con frecuencia como un mal necesario previo a la consecución de un bien, para enmascarar su naturaleza abominable; pero el mal que cometemos corrompe irrevocablemente nuestra humanidad, nos convierte ya para siempre en alimañas alumbradas por un fuego demoníaco, adoradores de Moloch y Baal, en cuyas aras entregamos en holocausto a nuestros hijos.

En esta fiesta de la Encarnación recordamos que Jesús fue niño y se gestó en el vientre de una mujer; y, a la vez, recordamos a todos los niños que son arrebatados del vientre de su madre. Ese Niño encarnado se convierte así en protector de todos los niños que nunca respirarán y en piedra de escándalo para todos aquellos que amparan, legitiman y sufragan el aborto, también para quienes tácitamente lo consienten y con cobardía o indiferencia vuelven la espalda ante el crimen más alevoso de cuantos puedan imaginarse. A esos niños que son devorados por el Dragón del Apocalipsis quiero dedicar estos hermosos versos de Chesterton -y pido excusas por la pálida traducción, que improviso sobre la marcha-, extraídos de su poema «Por el niño nonato», que sirve de frontispicio a su libro The Wild Knight:
"Yo creo que si ellos me dejaran salir
y adentrarme en el mundo y levantarme
sería bueno durante todos los días
que pasase en la tierra de la fantasía.
Ellos no oirían una palabra de egoísmo
o desdén salida de mis labios.
Si tan sólo pudiera encontrar la puerta,
si tan sólo pudiera nacer..."
Si tan sólo los dejáramos nacer, el mundo se habría salvado.
POR JUAN MANUEL DE PRADA EN ABC.